16 de julio de 2015

COMO DICEN ELLOS, SUBHANALLAH

He pasado más años de mi vida en un colegio de monjas que fuera de él. Y en todo ese tiempo jamás imaginé que algún día podría llegar a sentir lo que sentí la primera vez que vi esto en Marruecos. Creo que hasta ese momento no sabía realmente lo que era eso del misticismo. Al ver a miles y miles de musulmanes una noche de Ramadán tan juntos, tan ordenados, tan concentrados, tan relajados, tan en paz y tan limpios (en el sentido más profundo de la palabra) por primera vez en mi vida sentí ese "estado de perfección religiosa que consiste en la unión o el contacto del alma con la divinidad". La noche y la llamada a la oración. Taraweeh, el rezo nocturno del mes sagrado, es sencillamente impresionante. Un ambiente y una magia que hacen dudar hasta al más ateo. Esas voces desde las distintas mezquitas lo envuelven todo y tú te quedas sin palabras. Una sensación única, una emoción que te recorre todo el cuerpo para ponerte los pelos de punta. Una paz que te revuelve, una guerra que te tranquiliza. Una rutina que para el tiempo, un momento especial que deja a un lado todos los problemas. Es algo que no se puede describir con palabras. Hay que estar allí para entenderlo, para sentirlo, para saber de qué va esto. Tan cerca de casa y a la vez tan lejos...

Como dicen ellos, SubhanAllah.

10 de julio de 2015

EL DÍA QUE MARRUECOS ME QUITÓ DE GOLPE LOS PREJUICIOS QUE NO SABÍA QUE TENÍA

Agosto de 2010. Antes de viajar con dos amigas por primera vez a Marruecos ese mismo Septiembre yo estaba pasando unos días en Granada. Hasta ese momento nunca había estado en contacto con gente marroquí y ese verano conocí a varios. Casualmente, uno de ellos era de Fez y esa era precisamente la ciudad a la que volaríamos. Aunque le conocía de menos de un día, me dijo que teníamos que quedar su familia. Que ellos nos enseñarían la ciudad y nos cuidarían bien. Ahora le hubiera hecho caso sin pensármelo dos veces, pero en ese momento – sin conocer de nada el país, ni la gente, ni la cultura – no sé porqué me fié de él. El caso es que lo hice y mi vida, y la de mis amigas, cambió por completo.

Habíamos quedado a las 6 de la tarde con su sobrino de Bab Boujloud, la principal puerta de acceso a la medina de Fez. No sabíamos nada de árabe marroquí pero él vivía en España así que, en principio, no íbamos a tener ningún problema para entendernos. Con puntualidad inglesa estuvimos en el lugar que se nos dijo pero, cuando ya habían pasado 20 minutos, allí no había nadie que pareciera ser el chico con el que habíamos quedado. A día de hoy, conociendo la nula puntualidad marroquí, quizá me hubiera parecido normal. Pero aquel día me empezó a oler raro. Llamamos a un móvil que nos habían dado y lo cogió una chica. ¿No era un chico con el que habíamos quedado? ¿De quién era ese móvil? Ni que decir tiene que no pudimos entender ni lo más mínimo lo que aquella joven nos quería decir. Una joven que, por cierto, no dejaba de reírse con otra chica que estaba con ella. Fue en ese momento cuando nos dimos cuenta. Nos han vacilado, ¿quién coño iba a venir aquí sin conocernos de nada a enseñarnos su ciudad? ¡Qué tontas!


Nos fuimos a dar un paseo por la medina, como si allí no hubiera pasado nada, y al cabo de una hora aproximadamente sonó mi teléfono. Una medina que, dicho sea de paso, impone un respeto que jamás he sentido en ningún otro lugar. ¿Dónde estáis? ¡Eso mismo nos preguntábamos nosotras hace un rato! Habíamos quedado hace más de una hora pero como no aparecías nos hemos ido. Fue exactamente en ese momento cuando nos dimos cuenta de que desde que llegamos a Marruecos habíamos estado viviendo en una hora que no era. Fue en ese instante cuando entendimos que los relojes marcando una hora que no es y la eterna discusión de ¿qué hora necesitas saber? ¿la nueva o la vida? genera muchos contratiempos. ¡Si son ahora las 6!, nos dijo el chico. ¡Venid para acá que os espero!

Llegamos y allí estaba él; con dos niños y una mujer que le acompañaban. Una mujer que resultó ser su madre, la misma que nos había cogido el móvil hacía un rato mientras él estaba en la mezquita y con la que no hubo manera de hacernos entender. Después de las presentaciones y de preguntarnos que si queríamos ver algo en especial, nos volvimos a adentrar en la impresionante medina. Mientras los críos caminaban cogidos de los hombros, no dejaban de mirarnos, reírse y hablar en bajito entre ellos, la mujer nos llevaba del brazo y el joven – con el único que se supone que podíamos hablar – iba unos metros por delante de nosotras. ¿Por qué no nos habla y va por delante él solo todo el rato? ¿Qué están tramando estos críos? ¿Quién es esta mujer y por qué viene también con nosotros? Si sólo hemos quedado con él, ¿por qué somos 7 en total?



Tras un largo y caluroso paseo por los cientos de callejuelas, nos invitaron a entrar en una tienda muy oscura en la hacía un fresquito que todas agradecimos. Era un local enorme, con forma redonda y el techo muy alto, con decenas de mochilas, espejos, alfombras y demás objetos colgados por todas partes. Dentro había unos 5 comerciantes que nos invitaban a mirar sin prisa todo lo que allí tenían. Todo el mundo hablaba, como si se conocieran de toda la vida, y nosotras no entendíamos nada. No sabíamos de qué iba la copla y aquello ya no inspiraba confianza. Aunque todas teníamos ganas de llevarnos recuerdos de Marruecos, a ninguna le salió poderse a mirar nada. No era el momento, pensamos. Tras un rato allí el joven nos indicó que le siguiéramos, hacia la parte trasera de la tienda. ¿Pero, joder, a dónde vamos? ¿Qué narices vamos a ver en un almacén de una tienda de esta laberíntica medina de a la que – después de tantas callejuelas – no sabríamos volver a llegar en la vida?

Abrió una puerta verde y había unas escaleras muy estrechas y muy altas por las que no podían subir juntas dos personas a la vez. Primero subió el joven, después una de mis amigas y detrás de mí, los demás. En ese momento empecé a mosquearme seriamente y aquello ya no me daba buena espina. Sentí que realmente nos podía pasar algo sin que nadie se enterara de nada y, si así fuera, yo iba a ser la única responsable. Estábamos allí por mi culpa y mi preocupación crecía por momentos. O por peldaños, mejor dicho ¿A dónde nos llevan? No quería que cundiera el pánico entre mis amigas y, por si acaso era yo la única que se estaba poniéndo nerviosa, me limité a bajar la cabeza y subir escaleras. Pero no, no era la única. Mi amiga, la que iba por delante de mí, se giró y – aunque no dijo nada – pude leer en su cara perfectamente lo que me quiso decir. Tía… ¿qué cojones hacemos? Yo tampoco supe que decir y a mi cara de ahora ya nada sólo me quedó añadir un gesto con la mano que mi amiga entendió rápido. Tira, tira p'arriba.



No sé cuántas escaleras subimos, pero a mí se me hicieron eternas. Me dio tiempo a pensar en todas las advertencias que nos había hecho todo hijo de vecino. (¿Cómo vais a ir solas a Marruecos?, ¡os va a pasar algo!, tened cuidado dónde os metéis, no vayáis con gente desconocida…) De hecho, me dio tiempo a imaginarme el titular que darían en Antena 3, después de hablar del atentado islamista de turno y antes de mencionar a las niñas inglesas secuestradas para la yihad. “Tres españolas desaparecen en Marruecos por su imprudencia y a esta hora aún siguen en paradero desconocido”.

Por fin llegamos a la azotea del edificio y, malditas seamos, estábamos ante unas vistas impresionantes. Habíamos comentado entre nosotras que sería genial poder ver esas curtidurías de las que todo el mundo hablaba y allí estábamos. Delante de ellas, como si nos hubieran echado un merecido jarro de agua fría a cada una más que bien merecido, por tontas, y con el pequeño de ojazos negros diciéndonos: ¡Mucho bueno! Yek? ¡Tan bueno el sitio y tan imbéciles nosotras! Empezaba a atardecer y, por aquella época, además era Ramadán. Nos dijeron que nos iríamos con ellos a su casa, a romper el ayuno. Con bastante mierda aún en la cabeza pensamos: si realmente nos hubieran querido hacer algo ya han tenido oportunidad y no lo han hecho... así que vamos con ellos.



Y cuando ya estábamos rumbo al humilde barrio de Fez que estábamos a punto de conocer me llamaron al móvil. ¿Qué? ¿Cómo os está cuidando mi familia? Supongo que fue una mezcla de tensión, rabia y nervios acumulados pero nada más escuchar esa pregunta del chico que había conocido en Granada se me hizo un nudo el la garganta y sólo pude pasar el móvil a mi amiga para que hablara ella. La emoción no me dejó decir nada. Con sólo 20 añitos, me sentía asquerosamente mal, tremendamente culpable y profundamente gilipollas. Si no me habían dado motivos para hacerlo, ¿por qué había dudado de gente que no me ha hecho nada? ¿Porque han nacido en Marruecos? ¿Por qué nos iban a hacer algo malo? ¿Porque creen en un Dios al que llaman Allah? ¿Por qué se iban a querer aprovechar de nosotras? ¿Por ser marroquíes? ¿Por qué nos hemos fiado de todo lo que habíamos visto y oído en televisión y no nos estábamos fiando de lo que estábamos viviendo? ¿Quién nos creemos que somos para que el mundo gire en torno a nosotros?

Llegamos al barrio, todos en el mismo taxi, y aquella familia de la que habíamos desconfiado hasta el punto de creer que si hubieran querido nos habrían hecho desaparecer del mapa sin dejar ni rastro (como si todos los árabes fueran delincuentes en potencia sólo por el hecho de ser árabes), nos llevó a su casa en la que todos nos esperaban para cenar. Amigos, familiares, vecinos… ¡todos querían vernos! ¡A nosotras! ¡Las que habíamos sospechado hasta del que nos quería vender un imán para el frigorífico! Las mismas que, como diría Carmen, lo único que nos merecíamos era una patada en la boca. Una patada que no hizo falta que nos diera nadie, ya se encargó la vida de hacerlo. Y allí estábamos nosotras; sin poder articular palabra, sin saber bien cómo asimilar todas las sensaciones que habíamos tenido desde que habíamos pisado Marruecos - un país que conocíamos desde hacía menos de dos días - y desmontando por segundos decenas de mitos absurdos y verdades a medias que nos habían contado y que, sin ser conscientes de ello, nos habían estado comiendo la cabeza. ¡Y de qué manera!



Tras un día intenso en el que pasamos de sentirnos en el culo del mundo a sentirnos en casa y después de haber cenado tres veces (siguiendo esa ley marroquí no escrita que dice que tienes que comer en todas y cada una de las casas que visitas si quieres que, tarde o temprano, te dejen salir de allí), aquella noche me acosté agotada, pensando en la famosa frase de la película Mi nombre es Khan, “gente buena y gente mala, esa es la única diferencia”. Una frase que afortunadamente, desde entonces, ya nunca he olvidado. Una frase que aprendí de sopetón, de quién menos me lo imaginaba y cuando menos me lo esperaba, y que me hizo ver que todo lo que había aprendido hasta ese momento era mentira. Mentira.

Siempre digo que mi primer viaje a Marruecos me cambió la vida pero, para ser más exactos, fueron las primeras horas en el país las que ya me sacudieron por completo.